martes, 24 de abril de 2018

AQUELLOS CIRCOS COMO LOS DE CHAMORRO






Escribe Carlos Amador Marchant


Es probable vibre al concluir esta crónica. Muchos (aunque no todos), sin embargo, al leerla, lanzarán improperios. ¿Motivo?: aborrecen los circos.
En términos globales, debo argumentar que estos me dieron buenos y atractivos recuerdos.
Los circos, por qué no decirlo, reviven mi ciudad pobre, y permiten que escuche, de nuevo, aquellas orquestas de viejos instrumentos arrimadas a esquinas de calles. Sin caer en exageración, siento olores de circo, olores especiales; tal vez aromas a pobreza dignificada por ese deseo de vivir: aserrín, tierra húmeda, frialdad de noches, tristezas, aunque hermosas.
José Bohr (1901-1994), es el culpable de todas estas sensaciones. Este alemán llegado a Chile, junto a sus padres, a comienzos del siglo 20, en calidad de colonos. Bohr, tenía tres años al momento de establecerse sobre frías tierras cercanas al estrecho de Magallanes. En una especie de carrera loca, típica de aquellos años donde todo o casi todo, se hacía como volando, como si la muerte persiguiera a cada instante. Esto me produjo, y tal vez mucho más, disfrutar otra vez la película denominada El Gran Circo Chamorro, estrenada por el año 1955, en el frenético siglo 20. Este hombre haría, dentro y fuera de Chile, alrededor de 60 filmaciones diversas.
Me sorprenden estos trabajos realizados en el rigor, donde, al mismo tiempo, no solo vemos el desarrollo diario del circo pobre de época, sino todas las trancas que mantiene una sociedad que desde tiempos inmemoriales acarrea deformación.
Euríspides Chamorro, el dueño del circo, hace diversos trabajos: boletero, vendedor de dulces, acomodador de público y hasta recolector de entradas en un mismo espectáculo. Esta puesta en escena tiene relación con las ansias del personaje por pagar los estudios de medicina de su hijo. El filme tiene picardía, humor. Hay, por otra parte, fusión entre tragedia, desgracia y risas. Eugenio Retes (1895_1987), actor y guionista chileno, aunque nacido en Perú, fue quien escribió este trabajo llevado al celuloide, proponiendo fiel calcomanía de la pobreza del Chile de la época.
En El Gran Circo Chamorro, veo la nostalgia de esos años. Tengo la impresión que estos no se repetirán. Faltará pasión, inocencia, y hasta aromas reales. Nada existe hoy. Aquella “hermosa ingenuidad”, que tanto sirve para una buena creación artística, se ha extraviado en los nuevos tiempos.
Esta película me trae al presente otros grandes circos que circularon por la geografía nacional: Las Águilas Humanas, Circo Dumbo, Circo alemán de Fieras, por nombrar algunos que circularon en la década del 60, época de apogeo.
Mi etapa de niñez se nutrió de estos. La escasez de dinero hacía que muchos trataran de meterse a ver el espectáculo por debajo de la carpa. Era peligroso: los guardias portaban chicotes. Yo era uno de ellos. Debo reconocer que me gustaban aquellos seres que circulaban. Sentía un sentimiento especial por aquellos carros donde pernoctaban los artistas. Los veía como mortales distintos, capaces de soportar el frío inclemente de la noche iquiqueña, donde olas, casi orillando el campamento, hacían rugir sus demonios. Estaban instalados al final de la calle O´Higgins, frente al mar. Y ese aire marino, iluminado por las tímidas luces, hace resplandecer aun más el aserrín depositado en el escenario circular.
Llamaban a la gente con una orquesta conformada por cinco músicos, entre los que destacaban dos trompetistas, un bombo, un tambor, más un clarinete. Yo me paraba frente a ellos. Simplemente, quería escucharlos.
Aunque también los circos de esos años recrudecían en engaños, se hacía necesario el silencio cómplice para no dañar la inocencia. Recuerdo que la atracción de uno de estos fue mostrar en las calles a un verdadero jefe sioux, quien con los atuendos de guerrero y su amplia corona de plumas, iba, con paso altanero, haciendo sonar por los aires un grueso y larguísimo látigo. Las facciones del hombre eran muy reales. Su corpulencia y gran estatura, también. Todos querían tocar al guerrero, sentirlo cerca. Caminó por amplias calles haciendo su número del látigo. No hablaba. Se suponía no esbozaba nuestro idioma. Lo seguí hasta que regresó al circo. Me escabullí entre la carpa. Me instalé en un espacio donde nadie me viera. Y ahí apareció. El gran guerrero se sacó su gran corona de plumas y preguntó con vozarrón si estaba listo el almuerzo. Lo hizo en castellano. Luego lanzó un fuerte garabato y una risotada que hizo temblar las galerías. Era chileno.
Pues bien, El gran circo Chamorro, muestra al país de la primera mitad del siglo 20, las calles de Santiago de esos años, los alrededores de la capital aún transformados en campos. Tal vez allí esté lo valioso de esas películas, la antigüedad, los paisajes. José Bohr nos regala eso, como también lo hace en “Si mis campos hablaran”, graficando la llegada de los primeros colonos alemanes en la mitad del siglo 19 (1850), siendo recibidos por el agente de inmigración , Vicente Pérez Rosales, en .caleta Melipullí (actual Puerto Montt). Por qué no nombrar también a “Tonto Pillo”, donde los campos chilenos se ven plenos, sin la fatídica selva de cemento de estos días.
En otras palabras, Bohr usa de pretexto al circo para imponer otra temática relevante como la hipocresía, la falsedad y la maldad que hurgan también en estas fechas. Yo tomé como pretexto su película, para hablar, precisamente, de mi gusto por los circos pioneros.

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"El mundo que hicimos, el mundo que queda por hacer, no tienen el mismo valor o significado. Se hilvanan distintos ojos. Pero la vida es una sola, conocida o no, y la acción de amarnos con chip reales, tendrá que ser prioridad de los nuevos tiempos."

Carlos Amador Marchant.-

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Aunque radico en Valparaíso desde 1995, siempre recuerdo este muelle de Iquique, el muelle de mi niñez.

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