Escribe Carlos Amador Marchant
Es
probable vibre al concluir esta crónica. Muchos (aunque no todos),
sin embargo, al leerla, lanzarán improperios. ¿Motivo?: aborrecen
los circos.
En
términos globales, debo argumentar que estos me dieron buenos y
atractivos recuerdos.
Los
circos, por qué no decirlo, reviven mi ciudad pobre, y permiten que
escuche, de nuevo, aquellas orquestas de viejos instrumentos
arrimadas a esquinas de calles. Sin caer en exageración, siento
olores de circo, olores especiales; tal vez aromas a pobreza
dignificada por ese deseo de vivir: aserrín, tierra húmeda,
frialdad de noches, tristezas, aunque hermosas.
José
Bohr (1901-1994), es el culpable de todas estas sensaciones. Este
alemán llegado a Chile, junto a sus padres, a comienzos del siglo
20, en calidad de colonos. Bohr, tenía tres años al momento de
establecerse sobre frías tierras cercanas al estrecho de Magallanes.
En una especie de carrera loca, típica de aquellos años donde todo
o casi todo, se hacía como volando, como si la muerte persiguiera a
cada instante. Esto me produjo, y tal vez mucho más, disfrutar otra
vez la película denominada El Gran Circo Chamorro, estrenada por el
año 1955, en el frenético siglo 20. Este hombre haría, dentro y
fuera de Chile, alrededor de 60 filmaciones diversas.
Me
sorprenden estos trabajos realizados en el rigor, donde, al mismo
tiempo, no solo vemos el desarrollo diario del circo pobre de época,
sino todas las trancas que mantiene una sociedad que desde tiempos
inmemoriales acarrea deformación.
Euríspides
Chamorro, el dueño del circo, hace
diversos
trabajos: boletero, vendedor de dulces, acomodador de público y
hasta recolector de entradas en un mismo espectáculo. Esta puesta en
escena tiene relación con las
ansias del personaje por
pagar los estudios de medicina de su hijo. El
filme
tiene
picardía,
humor. Hay, por otra parte, fusión entre tragedia, desgracia y
risas.
Eugenio Retes (1895_1987), actor y guionista chileno, aunque nacido
en Perú, fue quien escribió este trabajo llevado al celuloide,
proponiendo
fiel calcomanía de
la pobreza del
Chile de
la época.
En
El Gran Circo Chamorro, veo la nostalgia de esos años. Tengo
la impresión que estos no se repetirán. Faltará pasión,
inocencia, y hasta aromas reales. Nada existe hoy. Aquella
“hermosa ingenuidad”, que tanto sirve para una buena creación
artística, se ha extraviado en los nuevos tiempos.
Esta
película me trae al presente otros grandes circos que circularon por
la geografía nacional: Las Águilas Humanas, Circo
Dumbo, Circo alemán de Fieras, por nombrar algunos que circularon en
la década del 60, época de
apogeo.
Mi
etapa de niñez se nutrió de estos.
La escasez de dinero hacía que muchos trataran
de meterse a ver el espectáculo por debajo de la carpa. Era
peligroso: los guardias portaban
chicotes. Yo
era uno de ellos.
Debo
reconocer que me gustaban aquellos seres que circulaban.
Sentía un sentimiento especial por aquellos
carros
donde pernoctaban los artistas. Los
veía como mortales
distintos, capaces de soportar el frío inclemente de la
noche
iquiqueña,
donde olas, casi orillando el campamento, hacían rugir sus demonios.
Estaban
instalados
al final de la calle O´Higgins, frente al mar. Y ese aire marino,
iluminado por las tímidas luces, hace
resplandecer aun más el aserrín depositado en el escenario
circular.
Llamaban
a la gente con una orquesta conformada por cinco músicos, entre los
que destacaban dos trompetistas, un bombo, un tambor, más un
clarinete. Yo
me paraba frente a ellos. Simplemente, quería escucharlos.
Aunque
también los circos de esos años recrudecían en engaños, se hacía
necesario el silencio cómplice para no dañar la inocencia. Recuerdo
que la
atracción de uno de estos fue mostrar en las calles a un verdadero
jefe sioux,
quien
con los atuendos de guerrero y su amplia corona de plumas, iba, con
paso altanero, haciendo sonar por los aires un grueso y larguísimo
látigo. Las facciones del hombre eran muy reales. Su corpulencia y
gran estatura, también. Todos querían tocar al guerrero, sentirlo
cerca. Caminó por amplias calles haciendo su número del látigo. No
hablaba. Se suponía no esbozaba
nuestro idioma. Lo seguí hasta que regresó al circo. Me escabullí
entre la carpa. Me instalé en un espacio donde nadie me viera. Y ahí
apareció. El gran guerrero se sacó su gran corona de plumas y
preguntó con vozarrón si estaba listo el almuerzo. Lo
hizo en castellano. Luego
lanzó un fuerte garabato y una risotada que hizo temblar las
galerías. Era
chileno.
Pues
bien, El gran circo Chamorro, muestra al país de la primera mitad
del siglo 20, las calles de Santiago de esos años, los alrededores
de la capital aún transformados en campos. Tal vez allí esté lo
valioso de esas películas, la antigüedad, los paisajes. José Bohr
nos regala eso, como también lo hace en “Si mis campos hablaran”,
graficando la llegada de los primeros colonos alemanes en la mitad
del siglo 19 (1850),
siendo recibidos por
el agente de inmigración ,
Vicente
Pérez Rosales,
en
.caleta
Melipullí (actual Puerto
Montt).
Por
qué no nombrar también a “Tonto Pillo”, donde los campos
chilenos se ven plenos, sin la fatídica selva de cemento de estos
días.
En
otras palabras, Bohr usa de pretexto al circo para imponer otra
temática relevante como la hipocresía, la falsedad y la maldad que
hurgan también en estas fechas. Yo tomé como pretexto su película,
para hablar, precisamente, de mi gusto por los circos pioneros.
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