Carlos
Amador Marchant
He
revisado una serie de documentos, fotos, vídeos, donde el mar está
retratado como tal, es decir, con ese rostro al que pocas veces
cantamos. Me refiero a la “imagen de monstruo”, donde su cara
bella, simplemente, desaparece.
Desde
muy pequeño me enseñaron amor hacia el mar. Entonces estoy, por
decirlo de otra manera, impregnado de olores a huiros, a esos
peculiares ruidos y sales que saltan por el rostro, de esas, por qué
no expresarlo, amanecidas plenas de amor por una vida que se inicia.
Fabriqué
en diversos momentos fantasía propia de los soñadores: caminar muy
temprano por orillas oceánicas y sentir el agua tocar pies, mientras
una música leve, casi romántica, ataviaba el espacio húmedo.
Mis
escritos, aquéllos surgidos en los inicios literarios, dan cuenta
de un amor al mar, pero a la vez, un respeto sin límites:
“Acostumbrado estoy a sentir pánico de la noche marina. ”, diría
hace mucho tiempo ya (Galpón de Redes Marinas-1978 ).
Antes
de esto, mucho antes, me golpeaban escenas marinas: “era niño de
no más de 9 años. Gustaba salir en grupos a orillas de esas negras
playas del norte chileno; esas playas repletas de rocas duras, rocas
históricas. Por la década del 60 del siglo 20, Iquique, mi ciudad
natal, acostumbraba levantar improvisadas construcciones de maderas
casi a tres pasos del mar. Comprobado está que la comunidad
científica mundial, después del mega terremoto de Valdivia (1960)
con 9.5 grados, dio por iniciada la relación entre movimiento
telúrico y posterior tsunami. Los nortinos, daba la impresión, no
le temían al mar. La pequeña cancha de fútbol denominada
“micro-estadio”, por ejemplo, se hallaba separada del océano
sólo con unas débiles paredes de tablas. Cuando el mar estaba
bravío, saltaban porciones de agua hasta bañar uno de los arcos.
Nosotros, luego de mantenernos acalorados tras treinta minutos
pateando balones, decidimos acercarnos a orilla oceánica para
refrescarnos. Era invierno. El agua no estaba quieta. Junto a los
cinco muchachos que me acompañaban ingresamos y sentimos que ésta
nos llegó a la altura del cuello. De repente, nos percatamos que
comenzaba a retroceder con furia. Tratamos de caminar en sentido
contrario, pero su fuerza era feroz y nos llevaba, hacía hundir
nuestros pies en la arena. Me afirmé de unas rocas y me olvidé del
resto. Cuando, por fin vino una gran ola que nos lanzó a la orilla,
me pude percatar que los otros amigos venían detrás mío. Ese fue
el día en que jamás me acerqué a esas orillas, y jamás aprendí,
por lo demás, a nadar. Este pánico, el trauma que me persiguió de
por vida, hizo mirar al monstruo, al gigante, desde lejos, y con
mucho respeto”.
Miles
y miles de poetas le han cantado al mar. Este fiero asesino, hermoso
desde lejos, bello cuando está calmo, es el que más cantos ha
recibido. Alfonsina Storni (1892-1938), la poeta suicida, y quien,
precisamente eligió este sitio para su acometida, dice: “Mar, yo
soñaba ser como tú eres,/ allá en las tardes que la vida mía/
bajo las horas cálidas se abría/...Ah, yo soñaba ser como tú
eres. “
Me
inclino a pensar que hoy se mira con más precisión su braveza. Esto
está relacionado con la infinidad de vídeos que podemos ver
respecto a catástrofes, altas mareas, etc. Lo instantáneo, la
inmediatez que nos permiten los adelantos tecnológicos, ayudan, por
cierto, a percatar “con quien nos estamos metiendo”. Si bien el
formato papel, es decir, la historia escrita, da cuenta al paso de
centurias, de los cuantiosos naufragios, de la pérdida de hombres,
mercancías, tesoros, grandes embarcaciones, lo que observamos ahora,
en lo inmediato, mediante filmaciones, es escalofriante.
Agonicé
de pánico una tarde cuando miro, estupefacto, a dos ancianos
transitar a la orilla de una playa cuyas arenas plácidas y húmedas
daban el encanto del día. De repente una ola hace un círculo como
feroz lengua y bota a la mujer. Cuando el anciano la va a recoger
otra gran ola los caza a ambos y, abrazados, se los lleva con fuerza
hacia adentro. La escena fue cruda, patética. El vídeo finaliza
ahí. No se sabe qué habrá ocurrido después. En otro material
youtube observo un sector rocoso con olas gigantescas. Desafiando al
poder marino dos muchachos, parados, frente al oleaje. Mucha gente
gritando conminaban a que se alejaran del sitio. Las olas inmensas
aparecen y desaparecen, cada vez más cercanas. Los muchachos
continúan allí, impertérritos, haciendo lo que la juventud
inventa: el fachendeo. Siguen los gritos. Los jóvenes no se mueven.
Quieren ser héroes de la estupidez. De pronto una ola gigante entra
con furia, como león fuera de su jaula, y traspasa los roqueríos.
Todos observan el lugar donde estaban los intrépidos, pero allí
nada hay. De un soplo fueron tragados por la ola gigante. Se logra
ver a la gente desesperada en un “no saber qué hacer”, pero al
paso de cinco minutos aparece un joven subiendo entre las rocas; se
bambolea. Mira a la distancia; está magullado en gran parte de su
cuerpo. Más tarde rescatan al otro. La experiencia, imagino, les
servirá para que, en toda sus vidas, no desafíen al gigante.
Si
nos adentramos en el tema de los tsunamis, llenaríamos cientos de
páginas. Lo concreto es que, en la actualidad, por lo menos con
mayor información, estas temerosas aguas no entrarán de súbito en
casas matando a millares de seres. Las alertas, sobre todo para
quienes viven a orillas de océano, han entrado fuerte en el cerebro
de los mortales.
Sin
embargo, sigue surgiendo esta pregunta: ¿quién es este monstruo?.
Jorge Luis Borges (1899-1986), el hombre que trataba de indagarlo
todo, un día cualquiera se hizo la misma consulta y trató, por
consiguiente, de contestarla: “ ¿Quién
es el mar, quién soy? Lo sabré el día ulterior que sucede a la
agonía”.
Escrito
en 17 de mayo de 2018.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Entrega tu comentario con objetividad y respeto.